lunes, 4 de diciembre de 2017

Fragmentos de terror... CHEQUE EN BLANCO.


Con un cheque en blanco se pueden hacer tantas cosas...


CHEQUE EN BLANCO 



   — Eso que me pide usted, señor Mendieta, es imposible —le dijo el administrador del cementerio, con una de sus manos señalaba el croquis del lugar y con la otra se limpiaba el sudor de su frente—. Ya antes se lo había dicho mi empleado, no podemos brindarle un lugar tan grande como el que quiere.

   — Señor…

   — López, señor López.

   — Muy bien, señor López, hablemos claro. ¿Cuánto quiere por darme ese espacio?

   — No es cuestión de dinero. Yo sé que usted es una persona muy adinerada y no sería problema pagar por nuestros servicios; la cuestión y espero lo entienda —se acercó hacia el señor Mendieta dejando el mapa—, no hay ya espacios para ello. Los muertos se han vuelto un problema nacional, ya no hay donde enterrarlos, por eso los que estamos en este giro promovemos tanto las cremaciones. Lo más que le podría ofrecer sería un mausoleo familiar con espacio para seis gavetas. No más, no hay espacios. 





   El señor Mendieta sacó una chequera de su bolso. Era un hombre muy delgado, de nariz larga y orejas grandes. Firmó un cheque y lo extendió hacia el escritorio.

   — Mi estimado López, póngale usted el número al cheque, yo sé que sí se puede. Todo es posible cuando hay de por medio un cheque en blanco. Hay en su panteón una zona muy amplia con ataúdes muy viejos, estoy casi seguro que esas tumbas ya no son ni visitadas por sus familiares.

— Podría ser, pero requeriría exhumar los cuerpos y …

— Al diablo la ley y esos procedimientos —se acercó al mapa y como si fuera él el experto en el negocio señaló los sitios de tumbas más antiguos—. Con ese cheque usted puede pasarse la ley por encima y construir todo mi mausoleo gigante.

   El señor López se quedó callado mientras veía el cheque, lo levantó y miró con detenimiento.

   — Usted sabe que hay que remover los cadáveres y ataúdes, aunque ya son muy viejos y la ley…

   — La puta ley no importa, señor López. Llene ese cheque con sus honorarios y todos los gastos que tenga que incurrir para tener en un mes mi mausoleo. No escatime en gastos y no tenga miedo en agregarle los ceros pertinentes que considere.

   El señor López guardó el cheque en su escritorio.

   — Está bien, solo dígame algo: ¿Para qué quiere algo tan grande, quiere un cuarto para cada familiar, o acaso quiere algo tan grande como para enterrar a todos sus conocidos y sus familiares?

   El señor Mendieta se levantó y extendió la mano para despedirse.

   — Usted solo haga mi mausoleo y sea generoso con todos los involucrados, en especial para que mantengan sus bocas cerradas y no hagan preguntas estúpidas.

   El millonario se retiró y el señor López se sentó de nuevo sobre el escritorio, sacó el cheque en blanco y lo olió como si fuera un gran tesoro. Hizo unas anotaciones y cuentas con su calculadora. Tomó el teléfono y le llamó a su asistente.

   — Agustín te necesito aquí en cinco minutos. Tenemos trabajo extra que será muy bien pagado.


II 

Habiendo dinero de por medio la construcción del mausoleo se dio antes del mes. Bajo la supervisión del señor Mendieta y con los planos que había dejado, la construcción quedó tal cual la había pedido: contaba con una privacidad total y ni siquiera el personal de limpieza podía hacer el aseo; la gente del señor Mendieta se encargaría del cuidado y limpieza. Los ceros del cheque habían sido bastantes, pero al final era como si hubiera comprado ese espacio del cementerio y ahora fuera un socio más.

   El administrador habló con todo su personal para que respetasen el lugar.

   A la semana siguiente el mausoleo se estrenó. El señor Mendieta llegó con tres ataúdes y se retiró a las dos horas.

   — Lo siento mucho, señor Mendieta —le dijo el señor López que había estado afuera vigilando el entierro inesperado—. ¿Eran sus familiares?

   — Nada de eso, fue un inesperado accidente. Y no se preocupe, ya mis empleados han colocado a los féretros en sus lugares—dijo señalando a varios hombres que lo esperaban en una de las esquinas—. Solo le pido una cosa: recuerde que nadie debe de entrar a mi propiedad.

   El señor López estuvo a punto de objetar eso de “mi propiedad”, pero había sido muy bien pagado y mientras aquel millonario no tuviera algún negocio ilícito en aquel lugar, no le importaba mucho. Solo se despidió de él.

   Y el decreto de privacidad hubiera durado mucho tiempo, pero el velador de ese entonces se empezó a quejar de que oía muchos ruidos no solo en aquel “Templo de la muerte” (como lo habían apodado entre los empleados al mausoleo), sino en todo el cementerio. El administrador mandó a revisar todas las instalaciones y no encontró nada. Mandaron de vacaciones al velador pues ya llevaba varios años de servicio y debía de estar muy estresado. Y mientras contrataron al nuevo velador, el señor Ramiro, el cual también hubiera respetado las normas de no entrar a ese sitio, pero ese par de cervezas que se le atravesaron una noche lo hicieron romper las reglas.


III 

Ramiro era un hombre de unos sesenta años, era bajo y rechoncho. Provenía de las costas y su acento costero y lo hablador, lo hacían ganarse la simpatía de las personas. Cuando se dedicaba a trabajar era tan cumplido que las empresas de seguridad lo trataban de retener siempre por su dedicación y esmero. Pero todas estas virtudes sucumbían ante su problema: el alcohol; y es que mientras solo tomara su cerveza al llegar a su casa (y que le servía para hacer hambre y poder dormir) no había problema, el problema era cuando la cerveza llegaba en horas de trabajo, y a veces no era una sola, eran dos o tres.

   Y esto sucedió en su quinto día de trabajo supliendo al antiguo velador: ese par de cervezas no lo emborracharon (y no por que no quisiera tomar más, sino porque no pudo ir a comprar más cervezas que lo hicieran perderse en el espacio), pero si le produjeron curiosidad, mucha curiosidad por romper las reglas y entrar en el “templo de la muerte”.

   Eran las tres de la mañana y él era el único en el cementerio. Solo había una velación en una sala lejana y las personas estaban muy ocupadas llorando a su difunto, ¿así qué quién lo iba a descubrir entrando en el mausoleo gigante? Además, si lo llegaba a ver alguien de las velaciones, su trabajo de velador lo justificaría.

   Buscó las llaves que eran sagradas y ocultas a la vista de todas las demás, y una lámpara. Abrió la puerta principal del mausoleo, miró hacia los lados cerciorándose que nadie lo viera y entró. 


IV 

No prendió las luces para no llamar la atención, seguía temeroso a ser descubierto. Con su lámpara se fue abriendo paso y descubriendo aquel lugar: parecía más que un lujoso mausoleo, la sala de una mansión. Estaba adornada con cuadros de personas y paisajes en todas las paredes, y el piso estaba con finos mosaicos. El velador contó doce cuartos alrededor, cada uno de ellos debía de ser el espacio para un solo difunto. Entró en la primera puerta que vio, adentro reposaban dos elegantes sillones y las paredes mostraban más cuadros de personas con vestimentas y peinados antiguos.

   — Pinches ricos, en lo que gastan su dinero—dijo Ramiro sonriendo—. Mejor deberían dármelo a mí, para que me pueda ir a mi pueblo a vivir tranquilo.

   En el extremo del cuarto había una puerta en el piso, esa debía de ser la entrada al féretro. Se acercó y vio una cadena para abrirla, dejó a un lado la lámpara para jalarla pero no cedió, dio un par de jalones más y a pesar de que a su edad era un hombre fortachón y de buena madera, no pudo abrirla. Revisó de nuevo con su lámpara y vio que tenía un candado.

   — Chinga, tanto venir hasta aquí para no poder ver cómo son las tumbas de los riquillos.

   Y hasta ahí hubiera quedado todo, pero esas dos cervezas en un cuerpo alcohólico le habían dado más adrenalina y valor del que deberían de haberle dado. Salió al cuarto de mantenimiento y regresó con un martillo y una ganzúa. Rompió aquel candado que lo separaba de aquella tumba, jaló la cadena y alumbró: había unas escaleras y mucha oscuridad. Por un instante dudó en bajar pero un olor agrio y unos ruidos lejanos lo incitaron (ruidos como aquellos que se oían en las madrugadas en todo el cementerio). Ramiro era un hombre bravo y no se dejaba amedrentar, así que empezó a descender y para su sorpresa un sistema automático de luces le iluminó el camino. Apagó su lámpara y llevó su ganzúa por si la necesitaba. Cuando llegó al final se encontró con una enorme sala sin divisiones, aquí no había mosaico ni lujos, le recordó a un estacionamiento vacío de autoservicio. No veía nada y estaba por retirarse, pero seguía oyendo ruidos en medio de aquel lugar.

   Deben de ser las ratas, pensó. Al llegar al centro de la sala vio sobre el suelo tres tumbas que estaban muy bien alineadas con el nivel del piso, solo estando muy cerca de ellas se podían percibir. Sus tapas parecían bien cerradas. La curiosidad de Ramiro y el pensar que podría tomar algunas joyas de valor de los difuntos, venderlas y largarse a su pueblo (al fin que en la sierra nadie lo encontraría), lo hizo seguir. Con la ganzúa hizo de nuevo palanca para abrir la puerta de la lápida, esta cedió rápido. Un hedor insoportable cubrió sus fosas nasales, era una mezcla de cadáveres con tierra.

   — Aquí sí debe de estar el muertito —dijo tapándose la nariz pero para su sorpresa no encontró ningún cadáver, solo había una bajada rustica que parecía haber sido rascada con las manos—. Lo sabía, hijos de su pin… esto es un narco túnel.

   Ahí abajo no había luz, así que prendió su lámpara y se fue guiando con las manos por aquel pasaje. A pesar de que los ruidos estaban ya más cerca, Ramiro siguió caminando y caminando por ese pasaje sin encontrar nada más que tierra mal escarbada. Al fin llegó a una nueva cueva amplia, no era tan grande como el piso de arriba pero por los menos podía caminar seguro, calculó que debía ya de haber pasado el territorio del templo de la muerte. No podía creer que aquellas cuevas se extendieran por todo el cementerio.

   Los ruidos se hicieron aún más fuertes. Alumbró su lámpara hasta el frente y vio a tres hombres de espaldas en cuclillas, no estaban rascando nada, llevaban sus manos al suelo y después hacías sus rostros, como si estuviesen comiendo. Ramiro debía de haber huido, pero esa adrenalina alcohólica lo hizo avanzar un poco y alumbrar hacia los hombres.

   — Disculpen —balbuceó… y no pudo decir nada más.

   Aquellas personas voltearon y se incorporaron: eran tres hombres desnudos, calvos y lampiños. Sus ojos se veían blancos y sus bocas estaban llenas de sangre, en sus manos (que parecían garras) tenían huesos y restos de carne. Se quedaron un rato quietos viendo a Ramiro y su lámpara, eso le dio el tiempo suficiente al velador para alumbrar hacia el festín de aquellas personas y corroborar lo que estaban comiendo.

   — ¿Qué hacen aquí? —les dijo Ramiro viendo a los esqueletos que yacían en el suelo junto con vestigios de féretros.

   Solo entonces Ramiro reaccionó, les aventó la ganzúa y corrió hacia la salida, y a pesar de que su adrenalina y miedo lo hicieron correr mucho más de lo que hubiera hecho en sus domingos futboleros, aquellas tres personas le dieron alcance muy rápido. Sintió como lo derribaron y lo empezaron a morder, sería el nuevo festín, y antes de que se desmayara del miedo y la sangre, recordó que había dejado las puertas de arriba abiertas de par en par de arriba; también le dio tiempo de pensar no en su familia, sino en que no volvería a beber ni una cerveza más.

  

Alejandra había estado haciendo un esfuerzo sobrehumano para mantenerse despierta, esa idea de estar velando a su expareja en la madrugada no le agradaba, era una puta locura, de hecho ni siquiera se lo merecía, el muy… difuntito la había engañado con su mejor amigo. Ninguno de los dos merecían su más minina atención, pero su exsuegra si, siempre la trató con amor y ternura mientras estuvo casado con ese homosexual de closet. Por lo que estaba ahí no por su ex, si no por su exsuegra.

   Ya se había acabado su último café (y ya no habría más pues la cafetería habría hasta las siete), se había comido un paquete grande de galletas y chocolates para despertar, y nada funcionaba. Y lo peor era que todas esas calorías de más estarían acompañándola desde mañana en las caderas.

   Salió un momento de la sala de velación para tomar aire fresco cuando sintió que sus ojos se le cerraban. Se sentó en una banca que tenía vista hacia el panteón, no era una vista agradable y hacia frio, no llevaba su suéter y enseguida se le puso la piel chinita, pero todo eso le ayudaría a despejarse.

   Estaba absorta viendo a lo lejos el panteón, le había parecido ver algún movimiento por los mausoleos, cuando alguien le tocó el hombro.

   — Alejandra— le dijeron— ¿Estas bien?

   Era el primo de su ex, siempre había sido un poco encimoso y ella sabía que le gustaba; ahora que no tenía nadie que se le interpusiera en el camino, aquel tipo iría sobre sus huesitos. Maldijo haber salido y estar ahora sola con ese fulano, debía de haberse quedado adentro para poder evitarlo.

   — Si gracias. ¿Y tú?

   — Bien —le respondió sentándose a su lado—. Hace frio, ¿no?

   — Si, algo —tendría que pensar en algo para regresar a la sala velatorio.

   — Sabes creo que mi primo nunca te valoro…

   Y Alejandra sabría lo que vendría después, el tipo este escupiría toda una seria de palabras revestidas para podérsela llevar a la cama. No se le ocurría como cortar aquella platica pero después supo cómo:

   — ¿Has visto que alguien viene por allá? —señaló hacia el panteón, aquellos movimientos que le pareció ver cuando acaba de salir, ahora eran claramente tres personas que se dirigían hacia ellos.

   — Deben de ser gente del cementerio —dijo el primo mirando hacia allá, después volteó hacia Alejandra y le tomó de la mano—. Sé que no es el lugar ni el momento pero…

   Alejandra ya no prestaba atención a lo que le decían, ni siquiera se zafó de la mano del primo de su ex, solo veía absorta a los tres hombres que estaban ya muy cerca de ellos, las luces del corredor los habían mostrado mejor: estaban desnudos y caminaban muy extraño, como animales primitivos.

   — … siempre me gustaste y si tú me dieras una oportunidad…

   Estaban ya a unos metros y tenían sangre en sus rostros. Alejandra se levantó y puso de espaldas al panteón al primo, le dijo que cerrara los ojos y cuando este lo hizo (esperando un beso), corrió hacia la salida del cementerio, escuchó como el enamoradizo gritaba y pedía ayuda, debían de haberle llegado aquellos extraños hombres. La curiosidad la tentó y volteó un instante para ver como el primo era comido por uno de los desnudos, los otros dos no los veía, pero empezó a ver cómo la gente en la sala de velación gritaba y salía corriendo.

   No pudo con ese espectáculo tan atroz y siguió corriendo hasta la puerta de entrada, estaba todo cerrado y no había ni vigilante ni el velador chaparrito y de acento raro que los había atendido. La reja era muy alta y no tenía forma de salir, ni siquiera podía ir a su carro, sus llaves estaban en los bolsillos de su suéter y este estaba en la sala de velación.

   Cuando intentó buscar otro lado para esconderse, aquel hombre desnudo que había matado a su ex pariente estaba ahora sobre ella y se le veía ansioso de carne. Alejandra cansada, desvelada y sin mucho afán por la vida no se resistió al hambre de aquel ser primitivo, dejó que su vida se consumiera ahí mismo, y nunca supo que el origen de todos aquellos males había sido un cheque en blanco y un par de cervezas tomadas en un mal momento.


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