lunes, 29 de mayo de 2017

Fragmentos de terror... EL TESORO OLVIDADO


Hay lazos de la infancia que un niño no debe de escatimar...


EL TESORO OLVIDADO 



Brandon acababa de ver el final del campeonato de futbol, sus amigos se habían retirado después de largos festejos y varias cervezas, su equipo había ganado y ahora podrían hacerle burla al resto de compañeros de la universidad por la derrota del otro equipo. Botana, pizza comercial y una tarde de bromas y risotadas, y para completar el fin de semana perfecto, mañana tendrían puente. No habría ni clases ni trabajo.

   Tres días sin ver a sus aburridos profes de la universidad. Tres días sin ver a su odioso jefe y a la “peritos”, la secretaria de la oficina. Ese apodo se lo había ganado pues cada que Brandon le presentaba un informe para que se lo dieran a su jefe, la secretaria tras darle una simple ojeada, le decía: “Está bien, pero…”. Brandon hacia la corrección y tras presentárselo a la secretaria, esta le decía: “Está corregido ese detalle, pero…”

   Hasta el martes tendría que volver a lidiar con toda esa estupidez, por ahora aprovecharía el resto de la tarde viendo una película, había quedado cerveza, pizza y botana suficientes para subsistir el resto del día. 



   Escogió la primera película que vio: “Matanza en la 19”. Brandon supuso que era un churro por el título y su intuición no le falló, poco faltó en aparecer una rubia sin blusa. Pensó en buscar otra peli, pero tenía ganas de ver tetas, sangre y asesinatos sin sentido.

   El teléfono sonó. O eran sus padres anunciando que llegarían antes de lo previsto (y eso significaría quitar a la rubia sabrosa), o era alguno de sus amigos para decir que se le había olvidado algo. Revisó la pantalla y no era ninguna de esas opciones, el identificador de llamadas registraba su propio número. Ya en una ocasión le había llegado una cadena en el celular, donde alertaban que si te entraba una llamada de tu propio número, era para sacarte información y extorsionarte. La cuestión aquí era que no era su celular, si no su teléfono particular donde estaba entrando la llamada de su propio número.

   No contestó y el teléfono dejó de sonar a la cuarta vez.

   No le prestó más atención y volvió a poner la película, pasaron otros cinco minutos antes de que el teléfono volviera a sonar. Era su mismo número, pausó la película y contestó.

   — Si, diga.

   — Si, te digo —le contestaron desde el otro lado, era una voz casi chillona, como infantil.

   — ¿A quién buscas?

   — ¿A quién buscabas tú hace años?

   — ¿Es una broma? —Brandon no tenía mucha paciencia para esto, a pesar que de chico y antes de que existieran los identificadores de llamadas, hizo muchas llamadas de broma a sus vecinos—. ¿Quién de ustedes es, chacales?

   Solían llamarse entre sus amigos “los chacales”. Era de seguro alguno de ellos con una nueva aplicación para alterar el número de salida y le estaban jugando una broma.

   — Tú eres el malvado bromista —le dijeron desde el otro lado—. Tú también eres un chacal.

   Si, ya no le quedaba duda que eran sus amigos dándole una malpasada, ahora mismo debían de estar afuera cagandose de la risa. Se asomó por la cortina al patio pero no encontró nada. Abrió con rapidez la puerta esperando encontrarlos agazapados con el celular en la mano, todo estaba vacío. Bueno el que no estuvieran afuera, no los exentaba de que fueran ellos los culpables.

   — Bueno, ya me aburrió esta broma. Adiós.

   Colgó.

   Pasaron otros cinco predecibles minutos de película y el teléfono sonó de nuevo.

   — A ver, ya basta de bromas. Si eres un chacal, el martes me las pagaras, ¡así que basta!

   — Seis pasos a la derecha, cinco a la izquierda —le contestó la voz—, y treinta centímetros de profundidad.

   — ¿Cómo sabes eso?

   Brandon palideció e hizo a un lado el auricular. Esa era su clave secreta de tesoros de la niñez. En esas coordenadas de su patio, había enterrado muchos tesoros infantiles. El problema era que nadie, absolutamente nadie, sabia esas claves.

   — La caja de madera se abre con la llave —continuó la voz— que está ubicada tres pasos hacia la derecha y veinte centímetros al fondo, partiendo de la caja de tesoros.

   Sabía todo, y ese recuerdo que se había quedado sepultado quince años, ahora salía a flote. Y tras un año de sufrimiento de Brandon por no sacar su caja de tesoros cuando se mudaron de casa, ahora esa remembranza surgía como un fantasma vago y nublado. Al año siguiente (cuando había cumplido 9) tras lograr convencer a su primo mayor para que lo acompañase a sacar su tesoro en su antigua casa, descubrió que lo habían convertido en un lujoso condominio. Ya no estaba su patio con un árbol inicial para seguir las coordenadas y encontrar su tesoro, en su lugar habían construido un estacionamiento dúplex. Y desde ese momento la caja de tesoro y su contenido pasó al almacén de archivos olvidados en su cerebro.

   — Tú no puedes saber nada de eso —dijo Brandon tratando de sonar firme, pero su voz denotaba una angustia incontenible—. Y no sé de qué hablas. Colgaré y llamaré al número de emergencias, así que te sugiero que vayas buscando un buen pretexto para justificar este acoso.

   — Abandonaste al soldado Kevin, al soldado sin brazo que nunca lo bautizaste —le contestaron desde el auricular—, los veinte pesos que ahorraste de los domingos y lo peor de todo, me abandonaste a mí.

   La imagen le llegó tan clara y nítida como la de la película con la rubia sin sostén. La última vez que había guardado su caja de tesoros lo había hecho con el soldado Kevin, el soldado sin brazo ni nombre, los veinte pesos y …

   — Mingo —hizo una pausa—. ¿Eres tú?

   — Quince años olvidado y quince años enterrado. No sabes acaso que los tesoros tarde o temprano se encuentran.

   — Yo… Yo —balbuceó Brandon sin dejar de pensar en la imagen de su caja de tesoros—, yo regresé por ustedes al año siguiente.

   — Un verdadero amigo no olvida a sus camaradas.

   — Pero… Tu eres un muñeco sin vida. En todo caso, ¿cómo sobreviviste? —Brandon sonrió amargamente al pensar como estaba cayendo en esa broma cruel. Debía de ser su primo, de alguna manera se había enterado del contenido de sus tesoros y las coordenadas.

   — La cuestión aquí, no es como sobreviví —contestó con tono de autosuficiencia—, si no la pregunta que deberías de hacerme es: ¿para qué he regresado y estoy aquí, ahora, contigo en tu casa?

   Brandon soltó el teléfono y miró hacia todos lados, con pánico se agachó a revisar debajo de los sillones y los muebles, inspeccionó la cocina y el baño. No había rastro de Mingo. Estaba sudando frio y sentía su playera empapada. A pesar de que seguía creyendo que era una pesada broma de su primo, no podía dejar sentirse temeroso. Se sentó un momento y trató de calmarse. Tomó el teléfono y la llamada seguía corriendo.

   — Bu… Bueno

   — Sigo aquí —le contestaron.

   — Mira Ulises, ya estuvo bueno de guasa. Lo acepto, me has pegado un susto de muerte.

   — Asustarte es que te abandonen y una excavadora te aviente por los aires. Asustarte es que toneladas de escombro te caigan encima y te aplasten. Asustarte es tener que escapar y tener que eliminar cuanto obstáculo se te tope enfrente para venir a buscarte y recordarte el valor de la amistad.

   — ¿Dónde estás? —preguntó Brandon.

   — Lo grande no te ha quitado lo baboso. Nos has buscado abajo, pero ¿dónde tienes la extensión telefónica?

   Brandon se levantó más pálido que nunca y fue a la cocina y sacó un cuchillo de un cajón.

   ¿No has buscado?, se susurró, debe de estar con los soldados. Miró hacia las escaleras y después hacia la puerta de entrada. Podría salir de su casa y pedir ayuda, ¿aunque que le diría al vecino que pasara?: “Ayúdeme, un juguete de mi niñez ha regresado a cobrar venganza por olvidarlo enterrado”. Eso sería muy estúpido, inclusive el mismo seguía creyendo que todo esto era una soberana estupidez. La otra salvación era subir, corroborar que el teléfono de arriba estaba colgado y todo era cosa de Ulises, su primo. Y como no podía salir como marica y loco a decir que su toy story diabólico de la infancia lo estaba acechando, afianzó su cuchillo y subió las escaleras.

   Lo primero que hizo fue prender la luz del corredor, al final del pasillo estaba la extensión de la línea telefónica, la habían puesto ahí sus padres para no tener que bajar cuando el teléfono sonara muy temprano. La puerta del baño y de los cuartos de sus padres estaban cerradas, solo la suya estaba abierta. El teléfono estaba en su lugar.

   Dio una gran exhalación y sonrió pensando en la cruel venganza contra su primo. Tomó el auricular y oyó el vacío de que la otra línea seguía descolgada. Sabía que no debía de abrir su boca, pero como por inercia dijo:

   — Bueno.

   — Cuando todo parece tranquilo, salta la liebre —dijo alguien desde el auricular, era alguien diferente, una voz seria y grave—. Cadete, asegúrese de ello antes de cantar victoria. ¡Es una regla de supervivencia básica!

    Ese debía de ser el soldado Kevin, debido a los juegos de Brandon, se sentía el líder militar.

    Brandon colgó el teléfono y miró al extremo del pasillo, en el inicio de la escalera, estaba una silueta muy pequeña, lo reconoció por la asimetría del cuerpo. Era el soldado sin brazo ni nombre. Sin pensarlo entró en su cuarto y cerró la puerta. Nervioso se sentó en el piso recargando su espalda en la puerta. Unas lágrimas se le salieron.

    Esto no puede estar pasando, se dijo meneando la cabeza, esto no puede estar pasando.

    Un toquido fuerte se oyó en la puerta, a la altura de donde estaba sentado.

    — Abra, cadete —gritó el soldado Kevin—. Está usted rodeado.

    — Esto no puede estar pasando…

    — ¿Y por qué no? —dijo alguien enfrente de él, la voz provenía de las sombras de debajo de la cama—. Hay tantas cosas que no quisiéramos que pasaran y terminan sucediendo.

    Era Mingo, salió de la cama. El recuerdo vago de Brandon de su juguete no concordaba con lo que ahora estaba frente a él. Mingo había sido en su niñez un chango afelpado y pachoncito, ahora solo era una estructura de metal con algunos pobres mechones esparcidos a lo largo de su cuerpo. Ya no tenía sus tambores que le colgaban de sus tirantes, en su lugar solo una mano huesuda y metálica lo señalaba. Y estaba ahí, expectante y amenazador.

    Brandon se quedó paralizado, y a pesar de que aún tenía el cuchillo en su mano, estaba paralizado del terror y no podía ni siquiera hilar algo que decir.

    — Lo… Lo…

   — Solo calla —dijo Mingo—. Ya aprenderás el valor de la amistad.

    El juguete llegó hasta los pies de Brandon y dio un gran brinco hasta el pecho de este. Su rostro metálico tenia aun trazos de tierra y cementos adheridos.

    — Lo siento —balbuceó Brandon.

    — Y yo lo sentí más —respondió Mingo haciendo su mano hacia atrás, soltó un zarpazo hacia la mejilla de su antiguo dueño, arañándolo,

    El dolor y la sangre que sintió Brandon en su mejilla, lo sacó de su letargo, con una de sus manos, agarró a Mingo y lo arrojó hacia la pared. El muñeco cayó aturdido y Brandon aprovechó para asestarle una patada y un pisotón. A pesar de ello, el chango aún se movía y se reía.

    — No… no has entendido… —le dijo agonizante Mingo.

   Brandon siguió pateándolo con más fuerza y no paró hasta desbaratarlo.

    — … Sigues sin entender —dijo Mingo con su pedacería de boca que le quedaba.

   Admirado, Brandon no podía entender cómo podía seguir hablando, pero de algo si estaba seguro, ya no se pararía. Era el fin de Mingo.

   — ¡Abra la puerta, cobarde! —gritó el soldado Kevin—. ¡Sea hombre!

   Solo eran dos diminutos soldados de plástico, que comparados con Mingo que era mucho más grande y ancho, así que no le representarían más dificultades. Tomó su cuchillo y abrió la puerta.

   Pero se equivocó, afuera estaba toda una comitiva esperándolo: Todas las muñecas de su madre estaban atrás del soldado Kevin y el soldado sin brazo.

   Brandon estuvo a punto de cerrar la puerta, pero algo le dobló las piernas, cayó como costal de papas y vio a todos los juguetes que guardaba en el armario sobre él. Lo estaban amarrando y jalando hacia el centro del cuarto. El resto de muñecas entraron y bajo las ordenes de Kevin, terminaron de amarrarlo.

   El soldado líder tomó el resto de boca que quedaba de Mingo, la cual estaba sujeta con un alambre y tenía aun un pedazo de nariz, lo levantó como estandarte:

   — Hay latzos que nunca se rompen —balbuceaba la boca de Mingo—. Y tuts jugue… juguetes siempre te llevaran… en tu sangre.

   Kevin bajó la boca de Mingo y oteando a su ejército con la mirada, ordenó:

   — Ahora.

   Y Brandon quedó cubierto por el ejército de juguetes y muñecas.

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